Tras un mes de descanso en el blog, volvemos con la cuarta entrega de los Señores de la Cruz Ciezana.
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MIRARÁN AL QUE TRASPASARON: LOS CRUCIFICADOS DE CIEZA
IV. "Perdón, oh Dios mío"
Es Viernes Santo, atrás han quedado las palmas, las rosas, la sangre, las plumas, la alegría y el incienso. Es Viernes Santo, cae la noche. El aterciopelado cielo se cubre con un manto de luto azul profundo, como las túnicas que aguardan en la Iglesia, esperando, anhelando que el portón se abra y de comienzo la más solemne, la más majestuosa, la más lenta y la más nocturna de las procesiones de Cieza. El silencio se crea tanto en el interior como en el exterior cuando el portón se abre para mostrar un estandarte de blanco contraste y un redoble de muerte y Pasión. La OJE comienza a interpretar "la Madrugá" del maestro Moreno. Silencio en la plaza cuando la Cruz sale a la puerta y un policía nacional se acerca a sus pies para depositar una vara de orquídea, igual que la que iluminaba el rojo manto de la Sangre, junto a su difunto Padre, en memoria de todos los que vistieron el marino uniforme y dieron su vida por él y por Él. Silencio en la calle del Cid, el mismo silencio que surge cuando las campanas del Convento cortan el aire para recibir a su Señor una noche de Miercoles Santo; el mismo silencio que contiene la Esquina del Convento cuando sale el tumbado Cristo por su puerta en esa noche que cada fibra de nuestro cuerpo sabe que la hora se acerca, que el Domingo de Ramos está a unos minutos de nacer; el mismo silencio que un momento antes había surgido cuando trasladaron hasta su reclinado trono los anderos a su Padre, túnica y leño solamente separando piel y piel. Porque, si los ciezanos veneran y claman al Cristo del Consuelo buscando a un Padre y en el de la Agonía encuentran un magnetismo ineludible buscando en Jesús a nuestro Hermano, el Santísimo Cristo del Perdón despierta cariño y amor, como el de un niño hacia su abuelo.
Custodio del Sagrario de San Joaquín, en esa serena capilla recibe cada día tantas oraciones como escucha el Verdadero Dios y Verdadera Eucaristia venerado en la Custodia, pues quien se acerca a rezar ante el Pan de Vida en este templo, no puede evitar dirigir al menos una mirada a ese crucifijo. Primero en procesionar por las calles (o por lo menos así era hasta la instauración del traslado del Cristo de la Misericordia) y último Cristo clavado a la Cruz en recojerse, el Cristo del Perdón es el de facciones más duras y avejentadas; en su piel, apenas policromada, se aprecian las mellas de la gubia. Distintos barnices le dan ese color moreno propio de la madera, como si Jesús en esa imagen quisiera fundirse con el Leño, quedarse en el para siempre. Por amarnos tanto, quiere Él estar así escarnecido, muerto y humillado pero satisfecho si con ello consigue arrancarnos lágrimas de redención. Sólo tres puntos tienen color: el paño de pureza, la herida del Costado, sangre que mana de su piadoso corazón, y los entreabiertos ojos, vacíos de vida por habérnosla entregado toda a nosotros.
Yo mismo he estado junto a su figura muchas veces. Un Miércoles Santo, viéndolo perderse por la calle del Cid mientras espero para tocar tras el Señor de Cieza. Un Viernes Santo observando cómo los brazos de la Cruz casi rozan las puertas de la Asunción, un Sábado de Pasión besándole los pies en el altar del Convento, un día de mona, suspirando agarrado a sus dedos inertes antes de que lo suban a su capilla, y un día cualquiera, arrodillado en ese mismo lugar perdiéndome en lágrimas mientras mi boca pronuncia silenciosas oraciones para después tocar con el órgano su marcha, la más hermosa a mi parecer de las que compusiera Gómez Villa y la que más se adecua a quien está dedicada.
Quiero terminar con los versos de una oración personal a este Señor:
"Si por una vez haber mirado
ganara la salvación,
mil veces me habría salvado
mirando al Cristo de Perdón."
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