Después de unas semanas, volvemos hoy con la segunda entrega de la serie "Mirarán al que traspasaron". Hoy nos trasladamos a la noche del Lunes Santo.
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MIRARÁN AL QUE TRASPASARON: LOS CRUCIFICADOS DE CIEZA
II. "Al Señor de Sevilla"
El sol primaveral nos invita a guardar reposo, a buscar la serenidad y la quietud que se respiran al penetrar los muros de la Iglesia. El atrio de San Pedro nos recibe con apacibles sombras tras sus centenarias rejas. El chirrido de las añejas puertas de madera nos da la bienvenida al interior del recinto.Nuestros pasos nos dirigen de capilla en capilla flotando sobre los mármoles hasta llegar a la penumbra de la sala donde se guarda el Cristo Yacente. Flanquean el paso la Virgen del Carmen y la del Perpetuo Socorro, preside el magnifico yacente de Planes, con sus dos madres, la Antigua y la Nueva, una a la cabeza y otra a sus pies. Los ojos, acostumbrados ya a la umbría atmósfera, se detienen en un Cristo sin altar ni retablo propio, una simple tela negra cubre el anclaje del madero redondeado. La vista escala por el leño oscuro como el ébano y se cruza con unos pies blancos como la luz, clavados amablemente al tronco. Las piernas magníficamente delineadas dan paso a un paño que apenas cubre la intimidad del crucificado. El cuerpo congelado invita a pasar sobre el y llegar al centro de la imagen, su rostro. Los cristalinos ojos magnetizan a todo aquel que osa poner las pupilas sobre ellos. es sobrecogedor el momento en que ambas retinas se encuentran en un único rayo de visión. El silencio y la atmósfera ayudan a entrar en ese clima de oración en que el tiempo se detiene y nada existe salvo unos ojos que miran sin ver y otros que ven sin necesidad de mirar. De repente, saliendo de ese ensimismamiento, te percatas de que los labios del Cristo están entreabiertos en un gesto que tan solo se puede interpretar como de amor. Dos palabras pronuncia la silenciosa boca: la primera es "Entrega", pues es Cristo quien se ofrece en sacrificio por nosotros. La segunda es "Ven". Humilde peregrino, cuando te quieres dar cuenta de lo que ha ocurrido, ya no estás parado en el centro del cuadrado recinto, sino que te has trasladado hasta los pies de la cruz y tu mano extendida roza con la yema de los dedos la nacarada piel del Cristo. En ese momento, te sientes como un nuevo Marcelino, ofreciéndole pan y vino, y finalmente su vida, al olvidado crucifijo del desván del convento.
Un sevillano, alumbrado en el taller de Álvarez Duarte, empadronado en Cieza para completar la noche del Lunes Santo, llenándola de penitencia y pasión. El Santísimo Cristo de la Sangre, de rasgos marcadamente andaluces, al igual que el casi imperceptible angelillo que sostiene el Cáliz de la Alianza sobre un mar de carmesí y grana. Mil rosas rojas como mil oraciones dolorosas recibe esa noche el penitente crucificado, bordeadas de morados lirios de pasión y coronadas por una alba vara de orquídea, que allí colocara Ana María Ruiz, en símbolo de la eterna victoria de la Vida sobre la Muerte. Apenas ha comenzado la Semana Santa y los tambores ya acompañan a la cruz guía rezando el Vía Crucis. Pasará a la historia el monumental recorrido del año 2014 en que el Cristo visitó cada estación de su Pasión.
El único trono del que no penden galas, sino que se adorna con el sudor, el cansancio y la devoción del terciopelo trasnochado de las túnicas, rematadas por gorros de sangrante borla.
Termina la noche en el interior del Templo, en la penumbra y quietud de la capilla abovedada con quien resuenan las últimas notas de Crucifixus, perdiéndose en la noche y el recuerdo.
El sol primaveral nos invita a guardar reposo, a buscar la serenidad y la quietud que se respiran al penetrar los muros de la Iglesia. El atrio de San Pedro nos recibe con apacibles sombras tras sus centenarias rejas. El chirrido de las añejas puertas de madera nos da la bienvenida al interior del recinto.Nuestros pasos nos dirigen de capilla en capilla flotando sobre los mármoles hasta llegar a la penumbra de la sala donde se guarda el Cristo Yacente. Flanquean el paso la Virgen del Carmen y la del Perpetuo Socorro, preside el magnifico yacente de Planes, con sus dos madres, la Antigua y la Nueva, una a la cabeza y otra a sus pies. Los ojos, acostumbrados ya a la umbría atmósfera, se detienen en un Cristo sin altar ni retablo propio, una simple tela negra cubre el anclaje del madero redondeado. La vista escala por el leño oscuro como el ébano y se cruza con unos pies blancos como la luz, clavados amablemente al tronco. Las piernas magníficamente delineadas dan paso a un paño que apenas cubre la intimidad del crucificado. El cuerpo congelado invita a pasar sobre el y llegar al centro de la imagen, su rostro. Los cristalinos ojos magnetizan a todo aquel que osa poner las pupilas sobre ellos. es sobrecogedor el momento en que ambas retinas se encuentran en un único rayo de visión. El silencio y la atmósfera ayudan a entrar en ese clima de oración en que el tiempo se detiene y nada existe salvo unos ojos que miran sin ver y otros que ven sin necesidad de mirar. De repente, saliendo de ese ensimismamiento, te percatas de que los labios del Cristo están entreabiertos en un gesto que tan solo se puede interpretar como de amor. Dos palabras pronuncia la silenciosa boca: la primera es "Entrega", pues es Cristo quien se ofrece en sacrificio por nosotros. La segunda es "Ven". Humilde peregrino, cuando te quieres dar cuenta de lo que ha ocurrido, ya no estás parado en el centro del cuadrado recinto, sino que te has trasladado hasta los pies de la cruz y tu mano extendida roza con la yema de los dedos la nacarada piel del Cristo. En ese momento, te sientes como un nuevo Marcelino, ofreciéndole pan y vino, y finalmente su vida, al olvidado crucifijo del desván del convento.
Un sevillano, alumbrado en el taller de Álvarez Duarte, empadronado en Cieza para completar la noche del Lunes Santo, llenándola de penitencia y pasión. El Santísimo Cristo de la Sangre, de rasgos marcadamente andaluces, al igual que el casi imperceptible angelillo que sostiene el Cáliz de la Alianza sobre un mar de carmesí y grana. Mil rosas rojas como mil oraciones dolorosas recibe esa noche el penitente crucificado, bordeadas de morados lirios de pasión y coronadas por una alba vara de orquídea, que allí colocara Ana María Ruiz, en símbolo de la eterna victoria de la Vida sobre la Muerte. Apenas ha comenzado la Semana Santa y los tambores ya acompañan a la cruz guía rezando el Vía Crucis. Pasará a la historia el monumental recorrido del año 2014 en que el Cristo visitó cada estación de su Pasión.
El único trono del que no penden galas, sino que se adorna con el sudor, el cansancio y la devoción del terciopelo trasnochado de las túnicas, rematadas por gorros de sangrante borla.
Termina la noche en el interior del Templo, en la penumbra y quietud de la capilla abovedada con quien resuenan las últimas notas de Crucifixus, perdiéndose en la noche y el recuerdo.
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