Celebramos hoy la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima, el dogma Español, la Patrona de España. Y hoy la alabamos por su principal título: MADRE
Hoy que celebramos la bella solemnidad de la Inmaculada Concepción quiero repetir las palabras de la propia Virgen en su saludo a Santa Isabel: ‘Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí’ Ese magnífico pregón que el Espíritu Santo inspiró a María aquella mañana del mes de mayo no es sino una profecía sobre su propio devenir. ‘Desde ahora me felicitarán todas las generaciones’. La propia Virgen nos dice cómo la van a tratar los siglos, cómo se verá recompensado su sacrificio de humildad y entrega a Dios. Una entrega que pasó por criar al Salvador, mostrárnoslo en las bodas de Canaán y verlo morir entre indecibles sufrimientos por amor a nosotros. Si bien Ella ya se vio recompensada al cumplirse las palabras del Ángel y alumbrar a la Salvación, y más aún cuando vio a su retoño resucitar entre esplendores, llenando al mundo de su divina luz, el Altísimo no quiso dejar esa pequeñez y docilidad sin premio; y colocó a María en un trono junto a Él en la gloria, elevándola a su Reino en alma y Cuerpo para interceder por nosotros y que todas las generaciones la feliciten.
"Uno de esos nombres que le hemos dado a la Emperatriz virginal destaca sobre el resto, pues es el primero que mereció, el que ella recibió en vida, el primordial y del que nacen todo el resto de títulos: Madre."
Esa profecía de la que hablamos no fue vana, sino que se ha cumplido ya con creces. Dos mil años hace que se proclamó, y durante esos dos mil años los cristianos no hemos dejado de aclamarla. La llamamos Reina, pues lo es, Señora junto a su Hijo de todo lo creado; mediadora e intercesora, que ruega por nosotros, pecadores, haciendo que nuestras oraciones lleguen antes al Padre. Le decimos Estrella de la Mañana, Auxilio y Amparo, Puerta del Cielo, pues ella nos abre el camino al reino celestial. La aclamamos con muchos títulos y epítetos gloriosos; y pocos son los que le podamos dedicar que hagan verdadera justicia a una gloria que tan sólo el cielo puede cantar mejor. Pero, de todos ellos, sólo un título importa realmente. Uno de esos nombres que le hemos dado a la Emperatriz virginal destaca sobre el resto, pues es el primero que mereció, el que ella recibió en vida, el primordial y del que nacen todo el resto de títulos: Madre. De todos los piropos que le dedicamos, este es el más bello y el que mejor la describe.
Llamarla Madre es reconocerle todos y cada uno de sus méritos. Una madre es servicial, siempre atenta a cuidar de que a sus hijos no les falte nada, capaz de entregarse hasta el límite, incluso de dar su vida, si con ello puede ayudarlos. Una madre es fiel, nunca se separa de su misión de velar por sus hijos. En una palabra, una madre AMA, ama sin medida, ama sin pensar en condiciones y en consecuencias. No hay amor más sincero y profundo que el de una madre. Más aún, las madres son la prueba más patente de que estamos hechos a imagen y semejanza del Creador. El amor infinito de Dios solo se puede entender al ver el amor inconmensurable de una madre. Al fin y al cabo, el misterio de la maternidad es lo más semejante al acto Creador de Dios Padre omnipotente. Las madres son el instrumento que el Señor utiliza para perpetuar la creación y la vida. Sin madres, de la misma forma que sin Dios, no hay vida.
"Así, al llamarla Madre, sobra cualquier cosa que le digamos, en esa palabra tan sencilla y bella, la primera que todo niño aprende, está contenido todo lo que es María."
Por todo esto, el título de madre es el más importante de cuantos posee nuestra Señora. Ese título se lo ofreció el Arcángel aquella mañana en Nazaret. Dios no necesitaba nada más de Ella, ni nada menos, pues no es poca cosa ser madre. Le pidió que le ayudara a traer vida al mundo, y vida en abundancia. Ella, como toda mujer, sabía de los padecimientos que iba a sufrir, pues conocía el destino del fruto de su vientre. Sabía que, en última instancia, habría de morir; y que, al llegar ese momento, una espada transiría su alma, tal como profetizó Simeón. , Y toda su vida fue un continuo via-crucis. Pero ella se mantuvo fiel a la Palabra de Dios, y su fidelidad cobró sentido al ver al Señor, su hijo, resucitado. Y todo porque ella aceptó el título de madre sin reservas, un título que Cristo en la cruz le revalidó, consagrándola como Madre Universal. Así, al llamarla Madre, sobra cualquier cosa que le digamos, en esa palabra tan sencilla y bella, la primera que todo niño aprende, está contenido todo lo que es María. Reina, Pastora, Mediadora, Luz, Maestra…
Ella es nuestra Madre, sin ella no hay cristianismo. Los cristianos precisamos de Ella como los niños de sus madres. Ella alumbró a Cristo y, al entregárnosla Cristo en la Cruz, nos alumbró a todos a la fe de la nueva alianza.
Por eso, los cristianos de todas las generaciones hemos acudido y acudimos a Ella que, como Madre nuestra que es, acude presta a nuestra llamada de hijos para ofrecernos lo mejor que puede dar: su amor. Y, en ese amor, encontramos amparo y consuelo. Ella, a pesar de todos los dones recibidos, no es Dios, es tan sólo una criatura, la más perfecta de todas, pero una criatura al fin y al cabo. No obstante, en virtud de su calidad de madre, cada vez que le pedimos algo, cada vez que le decimos: ‘Ruega por nosotros. ¡Sálvanos, Virgen María!’, Ella recoge nuestras penas y súplicas y se las presenta a su divino Hijo que, como hijo enamorado, no puede si no concederle todo aquello que Ella le pida.
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